Llevábamos varias noches casi sin dormir.
La noticia de la caída nos había sorprendido a todos.
No es que no la esperáramos, pero la confirmación no dejo de resultar angustiante.
Que haríamos ahora era la pregunta que todos nos hacíamos pero nadie se animaba a expresar.
La caída se llevaba muchas cosas. Los proyectos, el trabajo y todo lo que pensábamos hacer quedaba en suspenso.
Como se la tomaría él al volver a la conciencia y darse cuenta de lo que venia por delante era otro de los interrogantes.
Mucho esfuerzo nuevamente, otra vez el trabajo intenso para reacomodarse y en eso otra vez nosotros. Acompañando, comiéndonos el mal humor, las protestas, las demoras.
Trabajando más y además mejor. Para que casi no se notara que había caído. Para que él y todos creyeran que estaba todo bien. Como de costumbre.
Fue en vano prevenirlo. Fue en vano aconsejarlo. Nunca se dejo acompañar y en este momento menos todavía.
La omnipotencia, el creerse inmortal o al menos inquebrantable eran dos características esenciales que a esta altura nos habíamos resignado a aceptar.
Pero eso sí, dar las ordenes era algo que no dejaba de hacer en ningún momento. Bajo ninguna circunstancia.
Ante la sola sugerencia de programar la operación se enfurecía. No escuchaba ningún argumento. Ni que hablar de las reacciones cuando se le sugerían precauciones.
Y acá estamos, hijos, nueras, nietos en el hospital otra vez.
Néstor se cayó y se quebró la otra cadera.
Todo vuelve a empezar. Nos quedamos sin vacaciones este verano.
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